Estás construyendo un muro dentro de nuestra burbuja. Ladrillo a ladrillo vas levantando una gruesa valla que me llega ya por las rodillas. Como muchas otras veces, me acerco a tí y te quito desesperado el ladrillo de las manos.
Te levantas. Me miras. Te miro. Nos enzarzamos en una singular pelea que ya nos resulta familiar. Cada uno se sabe el guión. Como dos bailarines bellamente sincronizados, giramos, saltamos y rodeamos al otro, cada vez más cerca del roce que al menos uno de los dos desea. Saltan chispas entre nosotros. Comienzo a plantearme cosas. Nos detenemos.
Me pregunto qué ha pasado y me sorprende la existencia de una poderosa voz que resuena de todas las direcciones posibles pero que no tiene ninguna fuente clara. Estúpido yo, estamos en mi cabeza, ¿cómo no va a resonar lo que pienso?
Regreso de mis ensoñaciones y me tropiezo con tu dura y fría mirada. Esta vez no la apartas de mí cuando regresas al trabajo con tu preciado muro. Noto que una pequeña luz flotante de apariencia frágil y procedencia desconocida se acerca a mí y se mete en mi cuerpo. Y al instante sé que es una idea. No es una buena idea, pero es la única que tengo.
Alargo la mano y noto como un ladrillo aparece de la nada. Siento el tacto rugoso, el peso muerto. Las comisuras de los labios me pesan mucho. Siento que mi boca se curva hacia abajo. Pongo lentamente mi ladrillo en tu muro, como si fuera un acto sagrado, algo con lo que tienes que tener mucho, mucho cuidado. Nuestras miradas vuelven a entrecruzarse y cuando voy a retirar la mano me agarras por el brazo.
Abres la boca. ¿Qué vas a decir?